
Me acuerdo de sus colores: habían rojas, azules, verdes, amarillas, y un color muy raro, era casi blanco y, aunque todas tenían el mismo sabor, para mí, estas últimas eran las más deliciosas.
Eran mis golosinas favoritas. Cada tarde o tarde de por medio después de la siesta era costumbre ir con mi mami Pily, la chica que me crío desde que era bebé, al quiosco de la esquina a comprar mielcitas que antes valían como si compraras caramelos. Tenía una alcancía de color amarillo que llevaba en una carterita, llena de monedas con las cuales compraba este apetitivo. Eran tiras largas, largas de nunca acabar, no sé si por ser chica todo me resultaba grande, o porque realmente si lo eran.
Estaban todas juntitas y separarlas era un desafío: buscar una tijera y cortarlas con mucho cuidado porque si cortabas mal, lamentablemente cortabas otra de la gran fila. Una vez separadas, tenías que hacer el agujerito justo, perfecto con los dientes para así poder comenzar a comerlas. Por supuesto que las manos y los cachetes quedaban todos melosos, pegotes y la ropa que traía puesta, nunca se salvaba.
A estas golosinas va acompañada la merienda que llevaba al jardín de 4 años. El jardín quedaba a cinco cuadras de mi casa. Amaba mi pintor azul, también a mi compañerito y amigo Juan Manuel, que era una de las mayores razones por las que quería ir al jardín, pero a pesar del amor no pude adaptarme. Volviendo a la merienda y dejando los amores perdidos atrás, me la compraban el día anterior y siempre consistía en un jugo ADES de manzana y un paquete de galletas duquesa, que pasados trece años, aún sigo llevándola al colegio pero me pregunto por qué cada vez las hacen más pequeñas.
Ya en jardín de cinco, una etapa fea de mi niñez porque me cambiaron al jardín de las monjas y las niñas eran demasiado malas. En fin, de esta etapa recuerdo muy pero muy bien, que a la salida, como nuestros padres nos iban a buscar tarde a mi hermana y a mí (algunas veces se olvidaban) era lo más del mundo juntar monedas entre todas, (las amigas de mi hermana) y comprar conos de papas fritas para acompañar la dulce espera. El lugar donde las comprábamos aún existe y una que otra vez nos regalaban un cono extra. Los malos ratos en el jardín, se compensaban con unas calentitas papas fritas.
Pasada esta etapa de transición, llegando casi a tercer grado, el mejor año de la primaria sin lugar a dudas, el alimento, comestible por el cual luchábamos o como lo quieran llamar, eran las pipas! Siiiiiiii las semillas de girasol saladas, las de las bolsitas rojas, que muchas veces nos llegamos a tragar, por lo menos yo, con cáscara y todo.
A esas las comprábamos en el quiosco de la escuela, que era y lo sigue siendo de color rojo. Apenas tocaba el timbre para ir al recreo, teníamos que apresurarnos para comprarlas porque comer pipas era la nueva moda y sensación, y como eran hasta agotar stock, la compra tenía que ser rápida y audáz. Pero tras las cáscara, llegaron las prohibiciones. Como muchos chicos no tiraban las mismas donde debían ir, y las arrojaban al suelo o a otros compañeros e incluso hasta las mismas seños, la directora prohibió comer pipas. Fue una gran tristeza y rebelión también porque en el quiosco de la escuela dejaron de venderlas, empezaron a traer las de bolsitas azules, sin cáscara, pero ya no era lo mismo, no tenía gracia comerlas. Pero en el quiosco del jardincito que la ventana del mismo daba al alambrado de uno de los patios del colegio, las vendían y era una hazaña comprarlas a escondidas de las autoridades y tener los bolsillos del guardapolvo llenos de las cáscaras de pipas.